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CAPITULO UNO

Sobre cómo la vida puede dar un giro inesperado en cualquier momento

​

...es difícil permanecer enojado cuando hay tanta belleza en el mundo.

Algunas veces parece que la veo toda al mismo tiempo y es demasiado.

Mi corazón se infla como un globo que está a punto de reventar,

y luego, recuerdo relajarme,

y dejo de aferrarme a ella,

y fluye a través de mí como lluvia,

y no puedo sentir nada más que gratitud

por todos y cada uno de los momentos de mi pequeña e insignificante vida...

                                  Kevin Spacey en la película “Belleza Americana”

​

   Todo comenzó la noche del 7 de abril. 

    Llegué a mi residencia en la noche como lo hacía todos los días después del trabajo. Llevaba un ramo de rosas rojas para mi esposa, pensaba ofrecerle una tregua en la discusión que habíamos tenido en la mañana.

  Me quité el saco, lo dejé en una de las sillas del comedor, dejé las llaves de mi lujoso automóvil en la mesita de la sala y me encaminé escaleras arriba hacia mi recámara.

   –¡Ya llegué amorcito! –grité en un tono meloso y haciéndome el chistoso, preparando el terreno para la reconciliación...

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   –¿Dónde está mi bomboncito? –pregunté al abrir la puerta de la recámara, sólo para encontrar la cama desarreglada, las puertas del closet abiertas de par en par y algo de ropa de mi mujer tirada en el suelo.

   Mi casa era bastante grande por lo que me tomó varios minutos recorrerla toda. Aún llevaba el ramo de flores en la mano cuando busqué en la sala de estar, en el estudio, en el cuarto de huéspedes y en la pequeña habitación que yo mismo había acondicionado para el bebé que planeábamos tener.

   Mientras me dirigía a la cocina, el deseo de ver a mi esposa se estaba tornando en frustración y al darme cuenta de que ella había salido, se tornó en coraje. No pude evitar descargar mi enojo azotando las rosas contra el fregadero. El papel celofán que las envolvía se abrió por completo, algunos de los botones se desprendieron del tallo cayendo unos en el suelo y otros en el mostrador de la cocina.

   –Alejandra, Alejandra... –me dije molesto frotándome el rostro con ambas manos y mirando lo que quedaba del regalo que con tanta ilusión había comprado para mi esposa.

   –El mismo teatrito de siempre –pensaba, mientras abría el refrigerador, empezando a resignarme a enfrentar uno más de los berrinches de mi esposa, los cuales había soportado, tal vez con demasiada paciencia, desde el inicio de nuestra relación.

   Sabía que la servidumbre había pedido el día libre así que yo mismo me preparé un refrigerio y me serví un vaso de jugo. Prendí la televisión del cuarto de estar, me quité la corbata y los zapatos, me tumbé en uno de los sillones y a los pocos minutos me quedé profundamente dormido.

   Serían como las dos de la mañana cuando me desperté sobresaltado. Desde hacía unas semanas tenía un sueño recurrente en el cual, me enfrentaba a un enemigo que no podía ver claramente y a quién, por más esfuerzos que hacía, no atinaba a darle un sólo golpe.

   Pensando que Alejandra habría llegado ya y, sin despertarme, se habría ido a dormir, me dirigí a la recámara.  Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando me di cuenta de que mi mujer no había llegado todavía. No sabía en realidad lo que sentía, tal vez enojo, tal vez miedo, tal vez angustia, pero en el fondo de mi corazón sentí que algo había sucedido. 

      

   Pasé casi dos horas caminando por la casa considerando las posibilidades. ¿Le habría sucedido algo malo? ¿Habría al fin cumplido sus amenazas de abandonarme? ¿Debía llamar a nuestros conocidos? ¿Despertarlos a media noche? Y, si al final de cuentas, se trataba de otro berrinche más, ¿molestarlos a todos y enterarlos de nuestros problemas maritales? ¿Llamar a la policía?...

   Al cuarto para las cuatro sonó el teléfono. Me dio un brinco el corazón, contesté tan apresuradamente que el aparato se desprendió de la pared de la cocina y quedó colgando del auricular.

 

   –¿Alejandra? –pregunté, tratando de ocultar un poco mi angustia.

   –Tenemos a tu esposa, queremos diez millones de pesos –dijo una voz extraña desde el otro lado de la línea. 

   –¿Qué? –pregunté desesperado–. ¿Quién es usted? ¿Dónde está mi esposa?...

   –La tenemos secuestrada –contestó la voz que tenía un tono raro como de computadora.

   –¡Maldita sea! Le haces algo y te mato, te lo juro –dije gritando...

   –Cállate idiota, y escúchame bien –me interrumpió. Esto no es un juego, si llamas a la policía se muere. Si nos das problemas, se muere. Hazte el héroe y la matamos a ella y luego vamos por ti. ¿Entendiste?

   –Está bien, está bien –contesté aterrado.

   –Reúne diez millones en billetes de quinientos pesos sin marcar. Ya te daremos más instrucciones...

   –Pero... ¿Está ella bien? ¿Cuándo me llamarán? ¿Bueno? ¿Bueno? –seguí preguntando, ignorando por unos segundos el tono del teléfono que indica que se ha cortado la comunicación.

 

   Me deslicé recargado en la pared hasta quedar sentado en el suelo. El auricular en mi mano sobre mi regazo emitía el tono de ocupado que resonaba en el silencio de la noche y que hacía eco con el ritmo de mi respiración. Frente a mí había un ramo de rosas destrozado como representando el desorden de mi mente y el primer eslabón en la cadena de pérdidas y destrucción a la que me vería enfrentado.

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De venta en Sanborns y librerías de prestigio

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